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Fue sin querer...


Esta mañana me costó horrores salir de la cama, y pensé que estaría cansada y arrastrada durante todo el día. Llegué a la oficina de un humor tirando a gris, y pensé que el jet lag me iba a perseguir hasta el fin de semana. Pero a primera hora sonó el teléfono, y como si mi vida fuera un musical las nubes se apartaron y salió el sol, la ofi se llenó de colores, y yo me subí en la mesa (con la mente, obviamente) y me dejé llevar, cantando y bailando al ritmo de GOOD MORNING BALTIMORE. La primera llamada me impactó, su voz era la última que esperaba escuchar. La segunda me sorprendió, porque no esperaba que me llamara una vez más sin tener motivo aparente para hacerlo. La tercera me hizo flotar sobre la silla el resto de la mañana.

Y es que, señores, esta que les escribe ha conocido a alguien. Parece mentira, pero detrás de esta fachada casi insensible a lo romántico se esconde un corazoncillo que a veces se acelera y hace que la vida tenga un punto de sal que la hace divertida.

Una copa en lo más alto de Boston y un vuelo nocturno de más de 6 horas han sido suficientes para dejarme tocada. Atravesamos el Atlántico, pero yo sentí que el avión casi no había despegado cuando aterrizamos en Madrid. Toda la noche sin parar de hablar, contandonos nuestra vida como si nos conocieramos desde el principio de los tiempos, riéndonos bajito para no despertar a los demás (sin éxito, obviamente).

Es la situación más compleja que se me ha planteado nunca, pero me encanta, y fiel a mi mentalidad positiva he decidido disfrutarla al máximo. A partir de este momento tenéis mi permiso para aprovecharos de mi buen humor y de mi estado mental entre hippie y zen.

Las mariposas han asaltado mi estómago  (y no, no es que tenga hambre, que os veo venir, graciosillos)


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